Ayudar a los niños a resolver conflictos emocionales
Ayudar a los niños a resolver conflictos emocionales | |
Por Naomi Aldort Dahlia corría alrededor de la casa, gritando y llorando. “¡La odio! ¡La odio! ¡No voy a jugar con ella nunca más!” Al final, sus pasos se fueron haciendo más lentos, y le contó a su padre lo que había pasado. Él escuchó con atención. Cuando Dahlia terminó de hablar, su padre le preguntó: “¿Quieres contarme algo más?” La niña añadió algunos detalles y acabó llorando amargamente. El padre la escuchó. Cuando Dahlia acabó, él reconoció: “Lo comprendo, y te quiero mucho”. Dahlia aceptó el abrazo y el apoyo de su padre, mientras sollozaba en sus brazos. Luego, la tormenta de lágrimas terminó tan repentinamente como había comenzado. Dahlia se levantó y anunció con alegría: “Papá, ¿sabías que mañana Tina y yo iremos juntas a la playa? Estamos construyendo una casita de madera, con Adam y Tom. Antes de ir, le diré a Tina que no voy a volver a estropear su trabajo, y seguro que ella será amable conmigo”. ¿Qué hizo que este conflicto tuviera un final feliz? ¿Cómo consiguió Dahlia salir de su enfado por completo y ser consciente de su parte de responsabilidad en el asunto? En la reacción del padre, hubo tres ingredientes principales que ayudaron mucho: 1) Atención, 2) Respeto y 3) Confianza. Él le ofreció a su hija atención total, y la tomó en serio mientras ella descargaba sus sentimientos. Él la respetó y confió en ella, sin intervenir ni darle consejos. Expresó amor incondicional y permitió que Dahlia se sintiera poderosa y dueña de sí misma. En otras palabras, el padre se limitó a seguirla y apoyarla, mientras que ella resolvía su propio conflicto. Al final, cuando la copa de su enfado quedó “vacía”, ella estaba preparada para asumir su responsabilidad y actuar. A algunos padres les sorprenderá no solo que Dahlia recuperase el ánimo, sino también que pudiera admitir su propia responsabilidad en el asunto y tuviera el propósito de comportarse mejor. Habría sido tan tentador para su padre acusar: “¿Y tú qué has hecho para que ocurra esto?” o aconsejar: “Podríais juntaros las dos y hablar de ello”. En cambio, gracias a la confianza y el apoyo de su padre, Dahlia tuvo el poder de generar su propia comprensión del asunto. A menudo nos sentimos tentados de compartir nuestra sabiduría y dar consejos a los niños en lugar de escucharlos. No obstante, cuando les damos un consejo o una interpretación de los hechos como: “¿Y tú? Seguro que también le has hecho daño”, o “Me tendrías que haber llamado”, o cualquier otro comentario que represente nuestra propia percepción de la situación, el resultado es casi siempre una escalada en el estado de alteración del niño hasta derivar en una rabieta mayor. ¿Por qué? Porque ahora, además de la pena con la que ya está lidiando, estará furioso con nosotros por no escuchar, por juzgarlo y subestimarlo. Nunca es útil dar consejos al sabio. Y los niños son muy sabios, hasta verdaderos maestros, en el arte de sanar por sí mismos de la tensión de una tormenta emocional, cuando se les presta atención y se les apoya sin juzgarlos. El poder del silencio Aunque sabemos que en nuestra sociedad, por lo general, el silencio resulta incómodo, no decir nada puede ser lo mejor que podemos hacer para el bienestar emocional del niño. Escuchar atentamente y en silencio es un voto de confianza, respeto y amor. La escucha le da al niño un claro mensaje de que nos interesa, le aceptamos –sea cual sea su estado de ánimo–, confiamos en él o ella y respetamos su forma de descargar el dolor. Aun sabiéndolo, a veces me sorprendo a mí misma dándoles consejos a mis hijos, a pesar de mis buenas intenciones. Cuando me ocurre esto, me disculpo y sigo escuchando. Si percibes que decir palabras de validación no hace más que aumentar el enfado de tu hijo o hija, acuérdate del silencio. El niño necesita ser escuchado, y ofrecerle el regalo del silencio es a menudo el mejor camino hacia el amor. La validación auténtica, sin interpretar los sentimientos del niño y sin juicios ocultos ni consejos, ayudan al niño a expresar sus sentimientos sin llorar, lo que lleva a su recuperación emocional. Aunque puede que nos sintamos incómodos ante la expresión dramática de sus emociones, para el niño es una forma saludable de dejarlas salir. Más de una vez he escuchado juramentos de odio entre hermanos que gritaban: “¡No voy a volver a jugar nunca más con él!”, y yo no dije nada más que: “Oh” al final del todo, y siempre recibí al cabo de unos minutos el premio de una risa procedente de la sala de juegos. Cuando los sentimientos de odio se expresan libremente ante alguien que escucha con amor, el niño puede superar esa emoción y volver a experimentar amor y felicidad. ¿Y si un niño es “destructivo”? Los padres formulan a menudo esta pregunta sobre la forma de expresión que elige su hijo o hija. “Sí –dicen–, todo eso está muy bien, pero ¿qué pasa si, para expresar su ira y ansiedad, el niño es destructivo o le hace daño a alguien?” Empecemos por pensar qué significa “ser destructivo”. Si la acción es segura para todos, ¡dejemos que el niño lo haga! De hecho, padres y madres pueden alentar formas de agresividad no peligrosa, de manera que el niño sienta que tiene poder. Muchas agonías infantiles se deben a que se sienten impotentes, controlados e indefensos. Un día, cuando uno de mis hijos tenía cuatro años, vació toda la ropa de su armario alegremente. Yo respondí con un dramático “¡Oh, no!” que le proporcionó el sentido del poder que estaba buscando. Yo volví a colocarlo todo en su sitio, solo para que él pudiera repetir la “terapia”. Confié en su necesidad de hacerlo y en la utilidad del proceso. Pasados dos meses jugando a esto y a otros “juegos de poder” que no comportaban riesgo alguno, este comportamiento desapareció, y con él un montón de estrés relacionado con los celos hacia su hermano que entonces era un bebé. (En mi libro Raising Our Children, Raising Ourselves –en español, Aprender a educar sin gritos, amenazas ni castigos– hay todo un capítulo sobre las posibilidades casi milagrosas de los “juegos de poder” y cómo jugar a ellos). Lo mismo puede aplicarse a los juegos agresivos entre niños. A menudo, jugar a luchar es una terapia muy eficaz para todos los que participan en ella, o simplemente pura diversión. Cuando nadie está sufriendo ningún daño de verdad, lo mejor es que los adultos nos apartemos a un lado. Una vez más, la norma es confiar. Si alguien se hace daño, vendrán a buscar ayuda. Cuando participa un bebé en el juego o nos preocupa algo en especial, podemos seguir nuestro instinto, observar y comprobar que todo está bien, pero deberíamos tratar de permanecer tan invisibles como podamos. Hay muchos ejemplos de agresividad no dañina, así como actividades que pueden redirigirse muy fácilmente hacia otras más seguras. Si a un niño le gusta rasgar libros, esa actividad puede redirigirse hacia una pila de revistas viejas; pintar las paredes puede convertirse en arte sobre papel. Una simple necesidad de romper cosas se puede redirigir para encender una hoguera con una pila de madera al aire libre, o romper algún material inútil que tenemos intención de desechar. Cuando algo es seguro no es destructivo. Al contrario de lo que preocupa a tantos padres, los niños distinguen bien entre el apoyo a una necesidad emocional y el cheque en blanco a la destrucción. No van a volverse destructivos ni a despreciar las propiedades de valor. Todo lo contrario. Si pueden expresar sus necesidades con libertad y de forma segura, les permitiremos ser pacíficos y respetuosos con las posesiones que nos importan, y tendrán clara la distinción entre lo que se puede romper y lo que no. Nuestros miedos no solo son infundados, sino que además entorpecen nuestra capacidad de dar apoyo a los niños. Responder a las causas Cuando los niños se comportan peor es cuando más necesitan nuestro amor. El verdadero impulso destructivo es aquel que es peligroso o demasiado difícil de reparar. En estos casos, habría que ofrecer una guía y una atención especial al verdadero origen del problema. La verdadera agresión significa un gran dolor y una necesidad. Un niño necesita saber que expresar rabia con palabras, lágrimas, gritos o formas no dañinas de agresividad está bien, pero hacer daño a los demás o destruir cosas es absolutamente inaceptable y es preciso detenerlo clara y rápidamente. El niño que está fuera de control, con rabia, necesita nuestra ayuda para tratar la fuente de su dolor. Interrumpir su acción no hace desaparecer los sentimientos que la provocaron. Necesita nuestra compasión, amor, comprensión y tiempo de dedicación exclusiva. Pero lo primero es detener inmediatamente el comportamiento agresivo peligroso, sin hacer daño ni ofender al niño. Puede ser muy difícil a veces, cuando nuestro propio dolor nos lleva a enfurecernos a pesar de nosotros mismos. Necesitamos tratarnos a nosotros con la misma compasión con que tratamos al niño. Igual que él o ella, no podemos permitir que nuestra ira nos dañe a nosotros mismos o los demás, y al mismo tiempo necesitamos poder expresarnos y dejar salir nuestras emociones. En mi trabajo con padres y madres, he visto que gritar no nos ayuda a manejar nuestro propio dolor, sino que más bien lo refuerza. Si observas a tu hijo o hija, es obvio que su dolor viene de sus propios pensamientos: “No me quieren, no soy buena, mamá no me quiere, necesito que jueguen conmigo, necesito ese juguete…” etc. En el caso de los adultos, nuestra propia rabia se ve alimentada por el mismo tipo de pensamientos confusos: “Mi hija debería hacer lo que yo le digo, tendría que vestirse sola, estar tranquila, darse prisa, respetarme…” etc. Cuando te encuentras lleno o llena de rabia, tómate tiempo para respirar hondo y pregúntate si tus pensamientos son verdad, si son válidos en el presente, si son útiles y si te ayudan a ser el padre o la madre que tú deseas ser. Así calmarás la causa de tu enfado y podrás tranquilizarte lo suficiente como para atender a tu hijo o hija. Los niños pierden el control igual que los adultos, pero más fácilmente; tienen menos experiencia en el manejo de las tormentas emocionales. Si nos tomamos tiempo para reflexionar sobre nuestros propios sentimientos, ellos aprenderán a hacer lo mismo. Los niños nos observan para estar seguros de que cuando crezcan serán más capaces de controlar sus propios impulsos. Vernos fuera de control hacia ellos es muy desalentador e incapacitante, y les causa un gran daño personal. ¿Si no podemos controlar nuestros impulsos basados en el dolor, cómo lo van a conseguir ellos? Incluso podemos enseñarles que se pueden cuestionar sus pensamientos dolorosos, mostrando cómo nos cuestionamos los nuestros. Cuando detenemos de una forma amable una acción peligrosa fuera de control, le damos al niño un triple mensaje: 1) “Puedo contar con mis padres para que me ayuden cuando pierdo el control”, 2) “Cuando crezca seré capaz de controlarme y actuar con compasión como lo hacen mis padres”, 3) “Mis padres ven mi necesidad. No soy malo, es mi acción la que es peligrosa. Me aman y soy digno de ser amado, y, como ellos, aprenderé a expresarme con libertad pero de una forma segura”. Cuando un niño resulta dañado, deberíamos atenderle primero, sin regañar al agresor. Al ver nuestra compasión hacia el niño que se ha hecho daño, es probable que el agresor sienta remordimiento, aunque haga todo lo posible por fingir que no es así. Si nos centramos en regañar o castigar al agresor, por otro lado, perdemos la oportunidad de mostrarle un ejemplo de cómo cuidar a los demás. Por el contrario, puede que sienta rabia hacia ti y hacia el otro niño, además de odio hacia sí mismo. Es mejor detener una acción peligrosa con amabilidad y claridad. Un niño necesita recordar que los sentimientos se pueden “expresar”, pero no “llevar a cabo”. Después de atender al niño que ha salido malparado, podemos decirle al agresor: “Veo que estás muy enfadado (triste, atemorizado…). Te ayudaré a descargar tus sentimientos sin peligro y a resolver tus necesidades”. Responder con amor a una agresión entre hermanos Cuando mi hijo Lennon tenía cuatro años, empezó a molestar, a veces de forma agresiva, a su hermano de un año de edad, Oliver. Como este comportamiento era nuevo en nuestro hogar, al principio no pensamos mucho en ello, simplemente le decíamos que parase de hacerlo y no le hacíamos mucho caso. Dos semanas más tarde, cuando estaba sola con Lennon, le expresé mi amor por él y le dije que era una persona maravillosa. Su respuesta fue como una sacudida: “Tú no me quieres. Soy terrible”. “¿Por qué?”, pregunté con ansiedad, y él me respondió: “Porque le hago daño a Oliver”. Un niño que nunca había recibido un castigo y que siempre había sido alegre y encantador estaba allí sentado ante mí sufriendo celos, y estaba desarrollando una pobre imagen de sí mismo. Aquel día empecé a abrazar a Lennon cada vez que molestaba a Oliver. Sé que esto puede sonar como un premio, y no solo para nosotros los adultos. Un niño que se siente mal por dentro no ve que se esté portando mal. Ve que siente un dolor muy profundo, soledad, falta de amor y pérdida de control. Yo respondí a su petición de ayuda y amor, dándole lo que necesitaba. Me di cuenta de que mi reacción inicial estaba basada en el miedo, y por eso mismo era contraproducente. Cuando le expliqué a Lennon que le estaba haciendo daño a su hermano y le pedí que dejara de molestar, fue entonces y solo entonces cuando reforcé sus sentimientos de “ser malo” y él los internalizó. Si yo hubiera seguido enseñándole que estaba haciendo algo malo, puede que hubiese acabado por convertirse en un abusón resentido. En lugar de eso, cambié mi comportamiento y respondí a su necesidad de amor. Descubrir la fuente del problema –los celos– me llevó a dedicarle a Lennon un montón de tiempo en exclusiva y a levantar la imagen que él tenía de sí mismo. “Tengo tanta suerte de vivir contigo”, “Eres tan importante para mí”, “Te quiero”, son palabras que compartimos en el tiempo que pasamos juntos. Si le hacía daño a su hermano, yo le detenía con amabilidad (retirando al bebé, en lugar de apartarlo a él, si era posible), le daba mi amor, y le decía “Veo que quieres hacerle daño a tu hermano. Es normal que te sientas así. Te quiero lo mismo cuando quieres hacerle daño. Cuando crezcas serás capaz de controlarte a ti mismo, pero por ahora yo te voy a ayudar”. Y le ayudé hasta que recuperó su energía y su amor por la vida, por sí mismo y por su hermano pequeño. Hay muchas historias como esta en mi familia y en las familias con las que trabajo. El denominador común en todas ellas es la confianza en el niño. Si el niño “se porta mal”, es que está sufriendo y tiene una razón válida para hacer lo que hace. Si nuestra respuesta compasiva no ayuda, eso no significa que tengamos que abandonar la confianza y la aceptación. Más bien, significa que tenemos más que aprender, que la causa es más profunda de lo que podemos ver, y que todavía no hemos resuelto el enigma. Tenemos que seguir buscando o buscar a alguien que nos pueda ayudar. Puede que nos resulte difícil dejar nuestras reacciones emocionales a un lado. Nuestra rabia, preocupación y problemas no resueltos de nuestra propia niñez pueden ser obstáculos que nos hagan más difícil el prestar ayuda al niño. Cuando me parece que no puedo evitar esa reacción emocional, me aparto de la escena (no tiene por qué ser físicamente), me tomo un respiro y me doy un “tiempo aparte” a mí misma. Trato de conectar con el centro de mis emociones, y me cuestiono la validez de mis pensamientos, expectativas y creencias. Y siempre encuentro que no son verdad, y que sin esos pensamientos negativos yo consigo ser la madre amorosa que deseo ser. Cuando se les valida y se les escucha, los niños descargan sus trastornos emocionales por sí mismos de forma creativa. Es importante permitir que el llanto siga su curso, mientras le damos al niño nuestra atención total, y desarrollar la capacidad de atender las rabietas y las expresiones de ira. Jugar haciendo ruido, dejarse llevar por la risa tonta o chillar puede ser beneficioso emocionalmente. Aparte de irnos a otra habitación, o pedirle al niño que juegue en otra habitación, o incluso afuera, todo eso no tiene “cura”. Más bien, esos comportamientos son la propia cura, la forma en que el niño se cura a sí mismo de muchos de los trastornos que sufre en su vida diaria. Los niños tienen una capacidad mágica para dirigir sus propias escenas dramáticas. Podemos confiar y aprender de ellos. Cuando hacemos frente a un comportamiento de nuestro hijo o hija que nos altera, tenemos dos opciones. Podemos responder desde nuestro miedo, o podemos dudar de nuestros pensamientos y descubrir por qué el niño está actuando así. Una vez hayamos comprendido eso, podremos responder con amabilidad, y no con juicios o de forma controladora. Aunque a veces los padres pueden necesitar la ayuda de un consejero o consejera, desarrollar la confianza y la capacidad de escuchar y conectar siempre es un buen camino hacia una vida familiar armoniosa y unos hijos saludables emocionalmente y con confianza en sí mismos. ---------------- © Copyright Naomi Aldort 1997, revisado ligeramente en 2007. Reimpreso y revisado con permiso de The Nurturing Parent. Naomi Aldort es autora de Raising Our Children, Raising Ourselves, traducido al español como Aprender a educar sin gritos, amenazas ni castigos. Padres y madres de todo el mundo solicitan el asesoramiento de Naomi Aldort por teléfono o personalmente, escuchan sus CDs o asisten a sus talleres. Sus columnas de opinión aparecen en revistas sobre crianza y educación de Canadá, Estados Unidos, Australia o el Reino Unido, y se han traducido al alemán, francés, hebreo, neerlandés, japonés, chino, indonesio y español. Naomi Aldort está casada y es madre de tres chicos. Su hijo menor es el violoncelista Oliver Aldort. Su hijo mediano es el compositor y pianista autodidacta Lennon Aldort. Su hijo mayor, Yonatan Aldort, es estudiante universitario y escritor. |
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